miércoles, 29 de abril de 2015


 Volver... palpando cada rincón como si de brazos y piernas se tratase luego de una explosión.
Un nuevo comienzo. Una forma de reencontrarme con quién yo soy. 
La vida no siempre te deja en la puerta del lugar al que vas, y mucho menos te pone a la compañera indicada para la expedición.
Desoí mi voz interior muchas veces y el precio es justo lo que tengo que pagar.
La soledad es mi compañera hoy. No tengo muchas palabras porque el dolor me las silenció.
Lo poco que puedo decir, es que quiero volver a empezar, que aquí estoy... y que estoy en mi viejo refugio disfrutando de mi mayor pasión que son las palabras y la escritura.
Mi otro compañero... un libro hermoso "La sombra del viento" de ayudó a descubrir a un personaje que se parece mucho a mí.
Fermín Romero de Torres, un eterno buscador de cariño, al que la vida al igual que a mí le hizo recorrer mucho.
Tanto él como yo, siempre buscamos el lado tierno de la vida...
No nos gusta recordar nuestro pasado y mucho menos contarlo. Pero intentamos que el presente sea beneficioso y tenga una cuota de humor sano.
Una novela muy bonita del Cementerio de los libros olvidados...
Altamente recomendable!
Lo mejor está por comenzar...! 

 

viernes, 11 de octubre de 2013

¿Pero es que nunca piensas en el sexo, Viskovitz?

¿El sexo? Ni siquiera sabía que tenía uno. Podeís imaginaros cuando me dijeron que tenía dos.
- Los caracoles, Visko —me explicaron mis viejos—, somos hermafroditas insuficientes... —¡Qué asco! —chillé—. ¿También en nuestra familia? —No te quepa duda, hijo. Tenemos capacidad tanto para desarrollar las funciones masculinas como las femeninas. No hay nada de lo que avergonzarse. Me indicó con la rádula el lugar donde se encontraban ambos aparatos genitales. —¿Y por qué son insuficientes? —Porque podemos aparearnos sólo con otros caracoles, siempre y cuando exista una inclinación recíproca, pero nunca con nosotros mismos. —¿Y quién lo dice? —Nuestras creencias, Visko. Esa otra cosa tan fea es pecado mortal, aunque sea sólo de pensamiento —me previno papamamá. —Y también son actos impuros encerrarse demasiado en la concha, hablar consigo mismo y autocomplacerse —añadió mamapapá. Un estremecimiento de terror me rizó el manto. —Sería hora de que empezases a mirar a tu alrededor en busca de un buen partido; la estación reproductiva dura sólo unas pocas semanas. Alargué perplejo los tentáculos en todas direcciones. —¡Pero si los caracoles más cercanos están a meses de camino! —Te equivocas, hijo, hay jóvenes excelentes en este mismo vecindario. Pero por allí cerca no veía más que a Zucotic, Petrovic y López, mis antiguos compañeros de colegio. —Estáis de broma. No pretenderéis que yo... —Proceden de buenas familias, con un discreto patrimonio genético y buenas perspectivas de ciclo evolutivo. La belleza no lo es todo, Visko. —Pero ¿los habéis visto bien? Dirigí el tentáculo rinóforo hacia Zucotic, un gasterópodo descarnado, con la concha prácticamente clipeiforme, el ojo invaginado, el ctenidio atrófico. Resultaba repugnante incluso para los depredadores. ¿Realmente querían tener nietos así? —Ya verás como, con el tiempo, cambiarás de idea. Los caracoles tenemos un dicho: “Ama a quien esté cerca de ti, porque quien está lejos continuará estándolo”. —Antes muerto. Saludé y me retiré al interior de la concha. Tapé cuidadosamente el opérculo y lo sellé con sales calcáreas, porque nunca se sabe lo que puede pasar. —No está bien encerrarse así en la concha, Viskolín, la gente pensará mal. Al cuerno la gente. Durante los días que siguieron, por una u otra razón, no fui capaz de pensar en otra cosa que en el sexo, quiero decir, en los sexos. Al principio eran picores indefinibles, pequeñas turbaciones hormonales que me impulsaban a detener la mirada sobre ciertas arrugas del manto de algunos caracoles, a intentar adivinar las formas bajo la concha, a admirar las sinuosas ondulaciones de su pie ventral al contraerse. Nada que me llegara a preocupar, entendámonos, o que me quitara el sueño. Algunos de los caracoles del huerto, morfológicamente hablando, no estaban mal, pero caracoles que de verdad encajaran conmigo, que tuvieran la clase y los requisitos zoométricos necesarios para hacer una buena pareja con un Viskovitz, realmente no se veía ninguno. Llegué pues a la conclusión de que no existían y de que probablemente no habían nacido todavía. Me equivocaba. Su majestad, la belleza gasterópoda, apareció de repente, entre las lechugas. Estaba más bien lejos, pero divisaba su deslumbrante perfil voluptuosamente abandonada al sol, la generosidad de sus formas a duras penas contenidas en la sucinta concha. Parbleu! Hechizado, perdí el sueño y el apetito. De repente, para mis antenas oculares sólo existía ellaél. Empecé a secretar moco sin razón. Pero ¿qué podía hacer? ¡Mi estrella distaba de mí por lo menos dos años-caracol! Aun en el caso de que hubiera partido en aquel mismo momento y me hubiera echado a correr como un loco, incluso renunciando al letargo invernal, igualmente habría llegado allí viejo y decrépito. A menos que... Sí, estaba pensando precisamente aquello. Aquella locura. ¿Y si también ellaél se echara a correr a mi encuentro? En tal caso, el punto de encuentro habría estado entre las flores de calabaza, y nos habríamos unido como dos caracoles de mediana edad. Cuanto más pensaba en ello, más me seducía la romántica grandeza de aquel gesto. La zozobra de la anticipación. El sacrificio de la juventud por una promesa de amor. ¿Y acaso el amor no era siempre una gran apuesta? Mirarme me miraba, estaba claro que había notado mi presencia. Estaba muy, muy claro. Había que ser un bivalvo para no comprender las señas de complicidad que me enviaba con las antenas. Quién sabe por qué imaginaba que su nombre era Ljuba. — ¡Viskooo! — Gritaba mamapapá—. No está bien hablar consigo mismo, la gente pensará mal. —Que piensen lo que quieran. —Lo que tendrías que hacer es arreglarte, porque viene a verte el señorito López. López avanzaba fuera de sí, babeando mucosidades y dejándose resbalar, el rostro extraviado por la lujuria, los osfradios dilatados, el mesénquima laxo, la rádula fláccida, anhelante, estaba ya a sólo dos días de distancia de mí. Pero pocas horas más lejos, cargaban también en dirección hacia mí Petrovic y Zucotic, enzarzados en una carrera a muerte por tenerme, por gozar de mi joven cuerpo. Sentí que se me helaba la hemolinfa y se me ponía rígida la cavidad paleal. Extroflexioné el esófago en un espasmo de repugnancia. Giré los ojos hacia la lechuga y en un instante —uno de esos instantes en los que se decide una vida— la suerte estuvo echada. — ¡Allá voy! — grité. Y también ellaél se movió. Tras seis meses de mantener aquella carrera, estaba destrozado. Los lances pasionales no están hechos para los moluscos, especialmente para nosotros, los caracoles. Tenía las escamas irritadas y el mesénquima hecho pedazos. Acabada la estación reproductiva, los niveles hormonales habían caído, y con ellos los ardores románticos. La juventud se había desvanecido y el moco se resecaba. Veía envejecer mi cuerpo más rápidamente de lo que cambiaba el paisaje. Si la vida es una carrera contra el tiempo, bueno, hay algo de lo que no cabe duda, y es que con los caracoles es él, el tiempo, quien parte favorito. Al empezar aquel viaje me había hecho ilusiones de que, por mal que fuera, en cualquier caso habría conocido mundo, territorios inexplorados y culturas extranjeras, distantes decímetros y decímetros. Pero comprendía que el mundo entero era verdura. Me había hecho ilusión de poder cortar definitivamente con el pasado, pero cada vez que giraba las antenas, familiares y conocidos estaban siempre allí, con sus miradas cargadas de reproche, la expresión defraudada y enfurecida. Los caracoles de la infancia permanecen siempre en nuestro campo visual, y también los de nuestra vejez. Para nosotros no existen los encuentros fortuitos, y tampoco existe la intimidad. Comprenderéis ahora por qué uno necesita una concha, a pesar del trabajo que supone llevarla todo el día a cuestas, Pero yo continuaba corriendo a su encuentro, suspirando y soñando, con los ojos abiertos, durante la noche, bajo la luz de la luna, con el perfume del perejil y la caricia del viento en las escamas. Y también ellaél venía a mi encuentro. Aquello era lo único que contaba. Llegó el invierno, y, tras otros tres meses, la primavera y los brotes de las primeras flores de calabaza. Y luego el momento tan esperado. Estaba asustado, se me había venido encima el mundo entero. ¡Yo había creído realmente que venía a mi encuentro, que respondía a mis llamadas! Elella era una imagen reflejada. Daba vueltas en torno a aquel grifo y me veía llorar en silencio las últimas gotas de moco. Pobre Viskovitz. Sentí una infinita ternura por mí mismo. Después me apoyé en aquella superficie cromada y me eché a reír a carcajadas. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me burlaba, o mejor, nos burlábamos. Pero de pronto mi imagen se puso seria y empezó a observarme atentamente. ¡Qué bello era! Tan suavemente femenino y virilmente gallardo. No podía quitarme los ojillos de encima: era todavía un animal soberbio, probablemente el más atractivo que hubiese existido nunca, extraordinariamente sexy para ser un molusco. Rádula sensual y escamas de fábula, físico sólido y elástico, concha mimética pero elegante, atributos reproductores... parbleu! En un instante se me aclaró el sentido de toda aquella historia. Doblé tímidamente las antenas oculares, la una hacia la otra, y por primera vez vi mi pupila derecha, miró fijamente a la izquierda. Sentí el cortocircuito eléctrico, el estremecimiento del alma, y sólo fui capaz de balbucear una frase trivial: —Te amo, Viskovitz. —Yo también te quiero, bobo. Con la rádula acaricié delicadamente el exóstoma, con la parte distal del pie ventral rocé la proximal. Sentí la cálida presión del rinóforo, que se insinuaba bajo la concha, y una fuerte conmoción me inmovilizó en el centro mismo de mi ser. — Oh, cielos ¿qué estoy haciendo? —balbuceé. Pero ya me abandonaba a mi propio abrazo, me aferraba a mi propia carne. Ebrio de deseo, me apretaba contra mí, palpitaba al contacto glutinoso del derma, me emborrachaba con el humor viscoso del moco, golosamente entregado a la posesión de aquellos miembros adorables. Me abracé a mí mismo estrecha y desesperadamente. Cuando hube terminado, me di cuenta de que, en el ardor de la pasión, había salido de la concha y estaba con la tripa al aire, desnudo, con los sexos al viento. Y de que las miradas de todos se dirigían a mí. Sólo en el radio de un decímetro había tres familias de caracoles, y podéis imaginaros sus reacciones. —¡Qué asco, lo que hay que ver! —se quejó un vecino. —Serás condenado por toda la eternidad, Viskovitz —se desgañitó otro. Les gritaban a sus hijos que se giraran, pero ellos se guardaban muy mucho de girar las antenas. —Te daremos una lección —amenazaban. ¡Como si alguien hubiera sido apalizado alguna vez por un caracol! Ya había sufrido bastantes afrentas, así que, en lugar de retirarme al interior de mi concha, me erguí delante de ellos: —¡¡¡Hermafroditas insuficientes lo seréis vosotros!!! —les chillé a aquellos hipócritas. Los días que siguieron fueron los más felices de mi vida. El viento primaveral me había traído el regalo de dos grandes pétalos amarillos; en ellos me tendía lánguidamente y me perfumaba, feliz de ser un molusco y de estar enamorado. Había sustituido la concha, demasiado inapropiada para la compleja geometría del ctoerotismo hermafrodita, por aquel nuevo hábitat. Pero mi historia no había dejado de causar escándalo: —No es más que un típico ejemplo de descomposición de la sociedad gasterópoda —decía alguien—. El Yo ha sustituido a la conciencia social, triunfa la personalidad narcisista. El individuo se repliega sobre lo personal y lo privado... Confieso que sobre lo privado me replegaba gustosamente. Era una de las pocas ventajas de no tener columna vertebral. Y había también quien intentaba psicoanalizarme. la compleja geometría del ctoerotismo hermafrodita, por aquel nuevo hábitat. Pero mi historia no había dejado de causar escándalo: —En el narcisismo secundario el amor frustrado vuelve a sí mismo y da vida al delirio de grandeza, a la sobrevaloración del propio ser. El Yo se siente Dios... No, no se me había pasado nunca por la cabeza la idea de ser Dios. Si acaso era El quien ponía en circulación ciertos rumores. “...Frente al acoso de la vejez se quebranta el sueño de la extensión feliz de la omnipotencia infantil y se desmorona el sistema de autodefensa narcisista...” Debo admitir que detestaba envejecer. La vejez me ponía celoso. Más de una vez me había sorprendido a mí mismo abandonado a las fantasías sobre un caracol más joven y había acabado con el corazón hecho pedazos. Naturalmente, aquel caracol era siempre yo, la imagen de mí mismo muy rejuvenecido y tumbado sobre la lechuga, pero eso no hacía que el dolor fuera menor. Y entonces me encerraba en la concha y lloraba. No renunciaba a mi amor. Mis ojos dejaban de mirarse el uno al otro. Pero la vida continuaba, y viene a cuento decirlo porque estaba encinta. Me aterrorizaba la posibilidad de que las historias que se cuentan sobre la autofecundación fuesen ciertas y que naciesen monstruos. Individuos con la concha torreada o con el pie bífido, que habrían intentado hacerme sentir culpable por el resto de mis días. Me equivocaba. Apenas vi la pequeña concha recién nacida de mi hijo Viskovitz, la reconocí. Su majestad la belleza gasterópoda. Era la copia perfecta de su progenitor, más similar a una divinidad que a un molusco. Tan pequeñito, parecía un caracol visto de lejos, aquel caracol visto de lejos. ¡Qué bello era! Con la rádula le acaricié delicadamente el exóstoma, con la parte distal del pie le rocé la proximal... —Te amo, Viskovitz —balbuceé. —Yo también, Viskovitz —respondió. Como en los cuentos, el amor triunfaba. Pero esta vez no tendría fin. Nunca tendría fin. — ¡Qué asco! ¡Lo que hay que ver! —se quejó un vecino. 
Cuento de Alessandro Boffa. Biólogo italiano, nacido en Moscú.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Tu muerte


Quisiera probar tu beso de la muerte 
llevarme tus llagas a la boca 
y sangrar por donde hablaste de mí. 
Estrellar las rosas contra el muro frío, 
y destruir el nicho donde piensas mudarte. 
Que estalle mi vida en tus últimas palabras,
ahorcar el dolor sobre tu tumba sin retorno. 
Devolverle a la tierra tu cuerpo, 
y lejana despedirte, 
cual si estuvieras hecha de palabras. 
La caoba silenciosa te transporta, 
y las historias recobran su elemento. 
Miles de insectos celebran tu llegada,
mi alma impar te seduce desde dentro. 
Te vas porque sí, 
porque quizás sea el momento. 
Se quiebran mis trazos mezquinos.
Tus ojos verde mar, quizás venzan a la muerte. 
                 
(texto propio)

martes, 24 de septiembre de 2013

Una cuestión medieval


El cuerpo inerte yacía a treinta centímetros de la mesa de roble lustrada, sobre una antigua alfombra bordeaux que tenía borrosas guardas color aceituna. La casa era una antigua construcción de estilo europeo medieval. Sus habitaciones eran muy oscuras y el vaho a humedad golpeaba al entrar como una estocada entre los ojos. La casa estaba ubicada en la zona baja de la cuidad. Cuando la policía traspuso la puerta principal, y sus ojos se acostumbraron a la escasa luz, pudieron divisar el cadáver que lucía impecablemente vestido a simple vista. 
Recorrieron el lugar, observando con cuidado cada rincón y hubo algo que llamó la atención de los investigadores: estaban revueltos sólo los dos estantes superiores de la biblioteca del recinto. Al voltear el cuerpo vieron una rasgadura en la ropa y un hilo de sangre comenzaba a bajar por la espalda. Con suerte sólo había pasado una hora desde que ocurrió el hecho. La policía alertada por un vecino que había escuchado ruidos muy extraños, había llegado velozmente a la escena del crimen, y habían dispuesto una faja de seguridad para impedir la entrada a la propiedad.
Mientras que algunos guardias uniformados vigilaban la entrada principal, los peritos hacían su trabajo dentro de la casa.
Los efectivos realizaron mediciones, y utilizaron todos los instrumentos que poseían para averiguar la procedencia de la herida, y nada pudo ayudarles.
Evidentemente no era un arma convencional. Ni siquiera de ésta época.
Intentaron hallar rastros de algún metal o del material con la que había sido construida para poder guiar la investigación hacia algo seguro y poca fue la suerte.  
Los forenses aseguraron que por el ancho y por la profundidad de la herida, era una daga.
Sin duda era un arma de estoque, y al parecer no hubo riña alguna. En primera instancia, la carátula fue robo. Con el correr de las horas, Más parecía un homicidio que otra cosa.
Todo parecía estar en orden. Salvo los dos estantes.  
En uno de esos estantes, uno de los jefes, halló un estuche abierto y en el piso unas hojas de papel con ilustraciones, que contenían al parecer una historia.
El estuche, era una pequeña caja de madera forrada con cuerina gris.
El artefacto tendría treinta y cinco centímetros de largo por diez de ancho.
Llevaron inmediatamente al laboratorio las pruebas, envueltas en bolsas de polietileno.
Comenzaron a llegar los parientes de la víctima,  y fueron concentrándose en pequeños grupos de a cinco o seis integrantes repartiéndose entre el frente y el patio de la casa. Todos ellos, llegado el momento relataron a los interrogadores que el propietario era coleccionista de objetos antiguos y tenía en su poder libros y armas medievales de mucho valor.  
Una mujer que dijo ser su sobrina, abandonó uno de los grupos en los que estaban reunidos los familiares, lentamente se acercó a uno de los polis que rondaban por ahí y con una actitud cautelosa le interrogó acerca de la forma en que había muerto su tío.
A lo que el uniformado respondió:
- Parece ser un robo, y el ladrón atacó por la espalda a su tío (éstas palabras llevaban una fuerte carga emocional, ya que éste policía desconocía cual podría ser la reacción de la mujer).
Luego de los interrogatorios a los miembros de la familia, la investigación tomó rumbo hacia las hojas del libro halladas y los dibujos que éstas poseían.
Al día siguiente muy temprano a la mañana se recibieron los reportes de los peritos forenses. Eran tres reconocidos profesores: Un documentólogo y dos criminólogos que dictan clases en una universidad privada.  
Ellos habían cotejado datos y mediciones del estuche con información de libros antiguos, hasta dar con el parecido del arma en cuestión.
Los tres coincidieron en que el arma robada era una daga llamada “Baselard” de procedencia alemana. Utilizada por los hombres de armas de la Edad media, y que era un arma de corte y estoque. Usada como defensa en los enfrentamientos cerrados o cuerpo a cuerpo.
Al ser un objeto original poseía un valor histórico y monetario muy elevado.
Al parecer podría haber sido una transacción comercial que desembocó en desacuerdo. También hallaron dos pares de huellas parciales en las hojas, y estaban tras la identidad del asesino.
Transportaron las huellas a una plantilla y ésta había sido enviada al laboratorio.
En algunas horas más tendrían los resultados.
Mientras todo esto ocurría, en la casa de una pequeña finca a 15 Km. de la ciudad, alguien le echaba otra cucharada más de chocolate a su capuccino luego de terminar el trabajo de cavar en el patio (bajo la imagen de yeso de un duendecito de jardín) un pozo de unos 40 centímetros de profundidad y arrojar allí una bolsa negra. Aprovechó el frío de la tarde para sentarse en su sillón preferido y lustrar con una franela amarilla la hoja mientras disfrutaba de la bebida caliente…
Debía estar limpia para ser tasada y rápidamente vendida en el mercado negro.
Deshacerse del objeto a cambio de una cuantiosa suma de dinero le ayudaría en sus planes…
Los informes llegaron pocas horas después y fueron depositados sobre el escritorio del jefe de la investigación.
Éste, abrió lentamente el sobre y mientras apuraba una lata de coca cola que ya estaba empezando a perder el gas, leyó una frase que lo dejó perplejo:
Uno de los pares de huellas reconstruidos, pertenecían a un femenino. El laboratorio había guardado las otras muestras a modo de prevención.
El trabajo de escaneo de huellas y la identificación posterior llevaría un par de días.
El trabajo comenzó de inmediato en una de las tantas computadoras de la oficina de registros de la policía; al cabo de 15 horas de búsqueda, el nombre correspondiente a esas huellas, figuraba como “fallecida” hacía 3 años atrás en un accidente automovilístico (2010).
Todos los investigadores quedaron sorprendidos y confusos ante la complejidad y rareza de los hechos.
Uno de ellos tomó la iniciativa y propuso la localización y exhumación del cadáver; pero esto requeriría más personal y una autorización del municipio.
El hombre de la finca era el socio del hombre muerto, siempre había sido un hombre ambicioso al punto de olvidarse a veces de la amistad y los códigos entre amigos. Sus planes de pertenecer a la mafia europea de antigüedades y mudarse a vivir al viejo continente le había llevado a cometer dos crímenes atroces.
Por fin tramitaron y recibieron la autorización para revisar el cadáver de la supuesta autora del hecho.
Cuando esto hubo ocurrido, habían tres detectives de alto rango sirviendo de testigos en el sitio además de las dos personas que realizaban la excavación y el jefe de la brigada.
Boquiabiertos quedaron todos cuando vieron que al cadáver en cuestión estaba mutilado.
Le faltaba la mano derecha. Le habían cortado a la altura de la muñeca.
Ahora entendieron todos de donde procedían las huellas.
El jefe empezó a insultar a diestra y siniestra la maniobra y a quién la hubiera realizado; habían hecho quedar a todo el departamento de policía como unos estúpidos.
La prensa seguramente haría bromas muy pesadas al respecto.
Urgentemente, y para salvar la reputación del equipo, éste hombre que era el que dirigía las investigaciones mandó a por el otro par de huellas.
Tenían que develar a toda velocidad si pertenecían a otra persona, era la única alternativa que les quedaba.
Se comunicó por radio con la gente que había había hecho el trabajo la vez anterior, y sin dar muchos detalles comunicó la necesidad y urgencia de los resultados.
Doce horas más tarde, ya con los nervios alterados mal dormido y sin haber probado más que un paquete grande de papas fritas y una botella de agua, recibió el informe telefónicamente.
Efectivamente, Había otro implicado en todo esto.
Realizaron la búsqueda de nombre y se encontraron con que las huellas pertenecían a un hombre que según toda la familia era el socio del fallecido.
Leyeron los expedientes del tipo en cuestión para averiguar datos de domicilio y posibles contactos. Juntaron las declaraciones de la familia y supieron de la pequeña finca.
Arribaron siete patrullas y cuatro motos a “La escondida” a 15 kilómetros de la ciudad.
Lo cercaron de madrugada, para no darle tiempo ni posibilidad de escape.
Lo sorprendieron en la cama, abrazado a la sobrina de la víctima, aquella que había fingido desconocer la forma en que había muerto su tío…

(Texto propio)
         

domingo, 1 de septiembre de 2013

Quería hablarte...


De esa historia precisamente quería hablarte...
de la ciertísima raiz de mi desvelo,
de tu vuelo fugaz, tu desenfreno,
y de tu voz turquesa aleteando desde el suelo.
Una historia ronca,
con algas entremedio,
insalvable, decapitada y triste.
Hablarte de ella yo quería,
para arrojarla para siempre
al abismo incalculable de la muerte.
Sin adiós, sin despedidas,
ésta historia se hunde 
en el azar exquisito de tu ausencia.  

(Texto propio)

lunes, 19 de agosto de 2013

El problema



Varias noches hace.
Doce noches, que no regreso,
que no miro para adentro, que ni sé por donde empiezo.
Son horas, que me roban tus mares, tu rímel, tu tormenta.
Y es que yo no quiero estar acá, pero estoy. Sin remedio.
Porque vas sembrando ilusión en los renglones, y yo; me los aprendo de memoria.
Me gustas así, lejos.
Porque no te conozco tanto y puedo imaginarte como quiera.
Debo cuidarme de tus lunes,
dejar que tus viernes me torturen y nadar como mojarra en tus sábados eternos.
La curva final ya ha comenzado, yo me acerco
pero aún sigues lejos.
¿Acaso no lo sabes ya?
que fuíste suficiente,
que fuíste siempre más,
y ese fué el problema.

(texto propio)

martes, 13 de agosto de 2013

Enemigo íntimo


Fantástico como el lobo de una novela de ciencia ficción.
Astuto y frío como un criminal.
Nunca supo, ni nunca sabrá lo que es ponerse en los zapatos de alguien más.
Su universo, es el sonido de su propia voz.
El egoísmo le atraviesa de la cabeza a los pies.
Él construye día a día, el vacío y la distancia más absoluta que jamás pude imaginar.
Se alejó tanto de mí, que ya no lo puedo recuperar.
Su forma de amar, es una espiral enferma capaz de matar.
Nunca voy a olvidarlo, pero tampoco lo quiero recordar.
Sus olas de maldad salpican hasta los huesos, hieren sin piedad.
Buscar su amor, es la derrota inminente de cualquier corazón.
El ya no existe para mí, y sin embargo, lo amo, sin ni siquiera dudar.
Es mi rival, mi enemigo, una montaña de hielo que en vano intento conquistar.
Es un desconocido, un protector, una guía.
Es… el dolor, la soledad,
es mi padre.
      (Texto propio)
         
          Hayward